FANNY Y ALEXANDER (1982) Ingmar Bergman

Upsala, Suecia. Nochebuena de 1907. Casa noble de la familia Ekdahl. En torno a la figura de la anciana madre, se van reuniendo los tres hijos con sus correspondientes familias. Los sirvientes comienzan a depositar las bandejas de la cena sobre la gran mesa del comedor. Al fondo, el árbol de Navidad luce, adornado con un puñado de pequeñas velas. Bajo ese resplandor amarillento y cálido, se eleva una montaña de regalos. Cada uno de ellos aguarda, envuelto en papel y atado con un lazo. Cada uno espera su momento. Cada uno lleva escrito el nombre de su afortunado destinatario. Sin embargo, ninguno de los comensales conoce la identidad de la persona que los ha depositado allí, tanto los regalos como a ellos mismos. Nosotros, en cambio, como espectadores, sabemos quién lo ha hecho, quién maneja los hilos de estas marionetas de carne y hueso. Es el pulso de alguien que bucea en sus recuerdos y en los de su familia, un creador que está (en 1982) a punto de jubilarse como director de cine, un maestro de marionetas llamado Ingmar Bergman.

“Fanny y Alexander” es un retrato familiar de puertas abiertas, con alegrías y tristezas, secretos y mentiras, miserias y complicidades. La familia irradia, pues, un calor de hogar al que siempre se puede regresar. Sangre de nuestra sangre, parece decirnos Bergman mientras nos invita a echar un ojo a la mansión burguesa de los Ekdahl. Habitaciones y dormitorios que él conoce bien, pues están decorados con las memorias que le legaron sus abuelos y padres. También las suyas propias. De hecho, el cineasta se reserva el papel de Alexander, el niño cuya infancia y paso a la adolescencia sirven de hilo conductor a lo largo de los ciento noventa y dos minutos de película.

Tras una primera parte descriptiva, donde Bergman detiene el tiempo (la ya citada Nochebuena de 1907) y disecciona los lazos familiares de los Ekdahl, pasamos del rojo de unas estancias sobrecargadas de objetos refinados a un pasaje cargado de tristeza. Se adueña de esta segunda parte el negro, siempre en contraste con el blanco, color que nunca deja de estar presente en la obra.

En la tercera y última parte, desaparece todo el barroquismo previo. Debido a la presencia de cierto personaje. Nos mudamos de casa. La acción se traslada a una finca austera y tenebrosa a las afueras de Upsala. De las paredes blancas apenas sobresalen ahora las notas de color, tan solo el tono marrón perteneciente a las maderas de los bosques o a las terrosas parcelas aledañas.

Es sorprendente como la narración se desliza entonces, como quien no quiere la cosa, al cuento de terror gótico. Lo fantástico hace acto de presencia. Situaciones irreales dentro de una opresiva realidad, con un toque muy oscuro, siempre psicológico e incluso metafísico, donde se pone en duda la existencia del espacio y del tiempo. Asombroso. Desconcertante. Al igual que la mirada de Alexander cuando contempla, al arranque mismo de la película, el diminuto teatro de juguete que le sirve de diversión y escenario donde escapar de la realidad.

«Fanny y Alexander» son tres horas de vida donde caben tantas cosas. Es sensual. Es melodramática. Es meticulosa. Es exigente. Es perturbadora. Es, incluso, a ratos, irreverente. Y todo haciendo uso de una puesta en escena que traspasa la pantalla y te hace partícipe de cada escena. Una obra inolvidable, con el eco teatral de sus diálogos, la cadencia suave de su discurrir sereno y el gusto pictórico de un reflejo único.

“Fanny y Alexander” es el triunfo de la imaginación. Ni más ni menos.

Título original: Fanny och Alexander. Año: 1982 Duración: 197 min. País: Suecia. Dirección y guion: Ingmar Bergman. Música: Daniel Bell. Fotografía: Sven Nykvist. Reparto: Bertil Guve, Pernilla Allwin, Gunn Wållgren, Ewa Fröling, Jarl Kulle, Erland Josephson, Allan Edwall, Börje Ahlstedt, Mona Malm, Gunnar Björnstrand, Jan Malmsjö, Mats Bergman, Lena Olin, Peter Stormare. Productora: Co-production Suecia-Francia-Alemania; Svenska Filminstitutet, SVT, Personafilm, Gaumont.

Fotografías: https://www.imdb.com

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